3 abr 2008

Filosofía y Letras

La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad.
Antonio Tabucchi.

Una de esas noches de fin de vacaciones, entramos yo y mis amigos de tertulia en un bar de Plaza Venezuela a rematar la noche. Amenazaba un aguacero y preferimos estar bajo techo y no mojarnos esperando taxis. Entramos y fuimos pidiendo cervezas mientras escuchábamos a Cerati retumbar forzosamente en las paredes de terciopelo. De la alquimia salvaje, de tus labios oro rubí. Y me encontré con su mirada. Me quedé viéndola y reconocí esos labios cantados. Gracias a las cervezas previas y al ambiente del local que antaño fuera un burdel, ensayé un saludo con la mano del cigarrillo y no me lo respondió. Era Adriana, la de Filosofía, pero sin lentes, no cargaba sus lentes de pasta gruesa; era otra mujer.


Estuvimos hablando del pasado de aquel local, que lo delata la decoración de sus paredes. De que si a las mujeres les gusta ese local es porque llegan a sentir ese aire que todavía guarda de su vida pasada. Un aire que perece surgir de las propias paredes cuando la música rebota sobre su falsa piel. Entonces se sienten inquietas y comienzan a pasearse por el local con una naturalidad que les es desconocida, pero que les sienta como su mejor prenda y las hace sonreír, como si se les hubiese devuelto algo de sí mismas que perdieron sin culpa. Echan miradas, de lado a lado mientras caminan y se sortean entre ellas y hombres. Miradas como latigazos, otras como caricias que incitan. La de Adriana era como una sonrisa que flagelaba. Era rarísima, como si estuviese diciendo algo con los ojos que uno debería entender, y al no entenderlo, la misma mirada te lo reprochaba. Así, sin un gesto más: la misma mirada. Hay que verla. Pero tendría que haber supuesto que andaba como desnuda sin sus lentes y que entonces se sentía muy expuesta, o que ya estaba ebrio.

Las mujeres allí beben más rápido, y esa noche la cola del baño de damas parecía el backstage de un desfile de Galiano.

Recuerdo que hablamos de la primera de las poetisas y caímos en la discusión, como todo el mundo desde que se sabe de ella, sobre si la poeta y sus amigas formaban un grupo literario como tal, o Safo y sus aristocráticas compañeras conformaron uno de los burdeles primigenios. En todo caso, la misma Safo definía su casa como la Morada de las Servidoras de las Musas.

— Μούσοπολόι (musopolói) ―se atrevió Braulio, y se echó a reír de la cara de nosotros.

—¡Qué vas a saber tú de griego, Braulio! ¡Cállate! —dijo Julián y yo lo apoyé.

— Yo he entrado de oyente a las clases de griego en Filosofía, y allí no se habla de otra cosa sino de musas. Por eso es que esa escuela está así, parece el club de Safo.


Adriana seguía paseando, o modelando. Ya las cervezas nos daban algo parecido a la seguridad y Braulio la invitó a nuestra mesa. Hizo una señal con la mano para que la esperáramos, seguro que iba al baño, a la cola. Comenzamos a hablar de ella, de que no vendría, de qué le íbamos a decir, de su cuerpo, de sus amigas de Filosofía, de porqué tardaba tanto. La embriaguez había llegado a ese estado casi absoluto en que uno se siente más bien sobrio. Así que pedimos la última y salimos.

En la salida del bar nos la encontramos hablando con un hombre que cuidaba los carros. Ella hablaba con evidente enojo mientras le enseñaba algo que tenía suspendido entre sus dedos a la altura del pecho. Una bolsita. Estaban en la acera de enfrente, al otro lado de la calle. Ninguno de nosotros la conocía personalmente. Sin embargo, creímos unánimemente, con una conversación más que breve, que merecíamos una disculpa. Así que decidimos llamarla.

Adentro habíamos estado hablando de ella durante el tiempo que había durado su ausencia y más. Habrán sido unas tres horas de habladera inútil y olvidable. Adriana era simpática después de todo, no como pensábamos. De hecho, dijo Julián, estuvo mirando hacia nuestra mesa desde que llegamos. Probablemente esos lentes no tenían que ser tan estrambóticos, quizás los usaba así para sentirse más filósofa, o para no llamar la atención. El hecho es que ya no los usaba, y así se le veía la cara completa, que era un simétrico rostro. Braulio recordó que le había vendido barajitas del mundial de fútbol 2002. La pusimos en un pedestal y todos estábamos religiosamente ebrios a sus pies. Era como si fuera una empresa que se cotizara en bolsa. Las acciones de Adriana se vendían caras y eran rentables, siempre subían, así que comprábamos. Hasta que, quizá al mismo tiempo, como buenos perdedores, reconocimos que ya se había ido, que si había estado mirando hacia nuestra mesa era para convencerse de que éramos de Letras y marcharse. Entonces hubo una baja inadvertida en Adriana, la empresa se desplomaba en la Bolsa, todos perderían con sus acciones.

También hablamos del hecho de que estudiara filosofía y no otra cosa. Uno cree que las mujeres que estudian filosofía lo hacen por alguna convicción femenina de que pueden conseguir la clave de la eudaimonía. Esa debe ser una de las ramas filosóficas preferidas por las mujeres, o eso creíamos esa noche. Pero tal parece que se ocupan, por lo menos Adriana, de lo que era para Camus el problema fundamental de la filosofía: juzgar si la vida vale o no vale la pena de ser vivida. Por eso es que uno bebe, por eso las drogas, por eso todos los vicios, por eso el arte, por eso el sexo, la ninfomanía, el querer enamorarse, por eso mismo, ciertamente, dijo Julián, uno quiere dejar de fumar. Porque se supone que queremos alejarnos de alguna manera de la certidumbre perenne pero no develada de que vamos a morir. Adriana parece que no cree lo suficiente en la eudaimonía, tal vez en su escuela sea diferente.

Braulio le preguntó, de acera a acera, si no vendía barajitas del mundial Alemania 2006. Ella no entendía y Braulio preguntaba más fuerte, así que decidí hacerle señas para que cruzara la calle al tiempo que Julián hacía lo mismo. Cruzó. Entendió a Braulio y le dijo que no, que ella no vendía barajitas de fútbol. Una vez cerca de nosotros me di cuenta de que llevaba sus lentes nuevamente. Julián, o yo, alguien le preguntó si ya se había inscrito.

—¿De béisbol tampoco vendes? —siguió Braulio.

—No, no, que no vendo eso.

Le pregunté si ella no había cambiado sus lentes por unos de contacto.

—Nunca he usado lentes de contacto, ¿qué te pasa?

—No, es que creo que una vez te vi sin esos lentes. Creo.

Deberías ponértelos de contacto, tienes unas facciones bellísimas detrás de ese kilo de pasta y vidrio, y con el cabello suelto eres impúdica. Tienes algo de desnudez cuando estás sin esos lentes, y con tos ojos hundidos y sin ojeras tu mirada hipnotiza, pensé en decirle también. Pero su cara de aburrimiento había crecido a la vez que se alejaba un par de pasos de nosotros.

Comenzaron a caer unas gotas de lluvia fría.

No fue tan corto el tiempo que conversamos con ella. Recuerdo también que le preguntamos si ya estaba en tesis. Creo que dijo que sí, o titubeó. ¿De qué se hace una tesis en Filosofía?, le solté también, con lo que se decidió a desandar el cruce de la calle con un primer paso pero dando una respuesta. Creo que nos encontró muy prosaicos. Tal vez esperaba que la invitáramos a seguir tomando mientras tendríamos una tertulia literario-filosófica. O tal vez esperaba que le preguntáramos si realmente creía en Dios, o si realmente no creía en Dios, o si es necesario creer en Dios para estudiar filosofía, o si lo contrario. Pero nosotros le hablamos de barajitas de fútbol, de las inscripciones, de las posibilidades de una tesis en Filosofía, de por qué no usaba lentes de contacto, y ella se defraudó. O ni siquiera eso, tal vez confirmo algo. Nadie mencionó eudaimonía. Cuando se volteó, o en el momento previo de subirse al carro que la esperaba para marcharse, se le dibujó la siguiente expresión en la cara: ¡Qué rayos pueden tener de interesantes estos estudiantes de Letras para mí, que estudio filosofía, la madre de todas las ciencias! Y se fue. Pero creo que se equivoca, y ahora cualquiera se podría sentir como el poeta Paul Celan, quien después de todos sus sufrimientos a causa de la derecha, se reunió una vez con Heidegger en la no tan Selva Negra de Alemania, y después de cruzar unas palabras con el filósofo, si mal no recuerdo, le preguntó ¿por qué? Entonces no pudo más que volver a llorar. Pero no, a nosotros nos dio risa.

Acordamos que la próxima vez no la defraudaríamos, la invitaríamos a seguir tomándonos unas cervezas, o mejor, estando completamente ebrios le preguntaríamos por la eudaimonía y por Dios.

Nos fuimos mojándonos con la lluvia.

-(B-612) José Daniel Cuevas

2 comentarios:

Unknown dijo...

Caro Daniel:

Lo que más me simpatiza de tu anécdota cordonbluneana son tus precisiones griegas.
Acaso debas seguir rastrillando lo prosaico para ver a dónde te lleva su devenir...

José Daniel Cuevas dijo...

Vaya, pues muchas gracias, en eso estaré, regente tebano, sucesor de Edipo. En tu simpatìa coincidimos.