3 abr 2008

Fragmentos de la primera infancia.


I. la familia mínima.

Tan parecido a Mick Jagger. Delgadísimo, con los cabellos largos y sus jeans. Acostado de espaldas en la cama, mi papá me sostiene con los brazos estirados. Me lanza hacia el universo para dejarme suspendida durante segundos largos y atajarme en mi irremediable recorrido de vuelta. Salvándome y ofreciéndome a la gravedad una y otra vez. Preparándome para el vacío de su partida. De su ausencia.
Este no es mi primer recuerdo. Es una foto. Una impronta en mi memoria celular.

II. la casa.

El pasillo es largo y oscuro, el piso de cerámicas frías color marrón parece de ladrillos pulidos. Al final está mi cuarto y antes, a la derecha, el de ella. La luz roja tras la puerta de su baño anuncia el juego doméstico a la ere paralizada: sorprendida de un lado o del otro no es posible entrar, mirarse a la cara, tener ninguna emergencia. Hay que quedarse quieta. Esperar como los grandes, sin perder la paciencia, sin miedo. Hasta que surja la imagen.

III. mi primera acción política.

Estoy del lado de afuera, del lado del silencio que más tarde se convirtió en escondite y vicio pero que entonces no encontraba sentido. Llamo a la puerta. Ella no se asoma, no responde. En el balcón hacia Caracas hay una pecera. Subo al mueble, entro cuidadosamente al cubo de cristal y me lavo con agua y jabón. Mis compañeros de baño terminan muertos, flotando, con el abdomen hinchado hacia arriba. Tengo frío. Finalmente ella sale. Y no me castiga.

IV. el ritual de lo habitual.

Todas las mañanas me peina en la sala. Estoy de espaldas a la máscara africana de fibra natural, tal vez de coco, con dientes que parecen humanos y dos ojos pequeños. También estoy de espaldas al picó. Hay un disco, la historia del caballo que comía flores. Su carátula es un dibujo de Zapata. Son dos las trencitas o los ganchitos, uno a cada lado. Desayunamos panquecas o tostadas francesas con mermelada o miel, sentadas en cojines sobre la alfombra de diseños árabes; frente a la mesa baja. Ella también es una niña. Mientras los que pueden van y vienen, nosotras miramos por el balcón del piso 18 ó 19 de ese alto edificio hacia el parque. La rueda, el sube y baja, el piso de piedritas sueltas.

V. sin papelón ni café.

Parece que la alfombra de mi cuarto es color azul. Sentada sobre mi cama practico en el cuatro luna de margarita es, como tu luz, como tu voz, como tu amor, y otras. Una en la que el esposo le pega a la mujer y tiene razón. Allí está mi tía Carmen Teresa asegurando que no, no es posible que un hombre le pegue a una mujer y tenga razón. Yo intento negociar. Ella insiste. La noto molesta. En fin. La canción dice sin tener razón.

VI. Semana Santa.

Viajamos en el Jeep verde a la hacienda de la prima Blanquita. Siento calor, la tapicería plástica se me queda pegada a los muslos. La prima Blanquita tiene la edad de mi abuela y las uñas larguísimas y rojas. En su hacienda descubro la guayaba. Paso horas bajo el árbol. Paso la semana bajo el árbol. Cada vez elijo varias frutas del suelo y corro a la hamaca, mi abuela indica cuál está lista. De regreso, en el asiento de atrás del Jeep, muerdo y sale un gusano. Pego un grito horrorizada. Ella voltea a mirarme. No pasa nada, los gusanitos son de la guayaba.

VII. Marina Baura, censurada.

En la casa de los cabellos de ángel las novelas no están prohibidas. Al mediodía estamos todos alrededor la mesa redonda de fórmica blanca en la cocina. Las cerámicas de flores verdes en la pared, el piso de granito. La despensa con la puerta para gente pequeña. Y Marina Baura gritando, sus ojos en blanco, volteados, a punto de desmayarse o de un ataque de epilepsia. Cada vez que puedo espío las actrices censuradas de mi mamá y pienso que tiene razón, yo no debería verlas. No cabe duda: la actuación de las divas novelísticas era un poco más exagerada en esa época.


VIII. el primer padre.

Mi lugar especial: la juntura conciliada por un largo y exacto trozo de goma espuma densa entre dos camas individuales, siempre juntas, apretadas. Un verdadero lujo. Mi actividad preferida -él lo sabe y me invita-, acompañarlo a afeitarse. Una mañana, luego del ritual con la brocha y la espuma y la peligrosa hojilla, mi abuelo me sube a la balanza y anuncia que peso quince kilitos. Así mismo, quince kilitos.

-(25, 30) Keila Vall De la Ville

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