3 abr 2008

Cardiopatías congénitas (Fragmento)


Jueves

Tercera cita con Mariana. Es muy tímida y habla muy bajito. Creo que después de todo yo lo hago igual. Cuadramos vernos en Las Tres G. No había casi gente. Nos tomamos dos cervezas cada uno y luego nos fuimos caminando hasta el Metro. Atravesamos la Plaza Las Tres Gracias y se asustó con los piedreros que viven ahí. Uno, el más viejo de todos, nos pidió una moneda. No tengo monedas, dije yo. Entonces dame un billete, dijo él. Apuramos el paso. Mariana me contó que no le gustaba irse tarde a su casa. Es muy peligroso, dijo. Todavía es temprano, dije yo. Mientras más tarde peor, dijo ella.

Entramos al Metro y me dio mucha risa cuando intentó ver la hora en el reloj del andén pero no lo logró. Necesitas lentes, dije yo. Nos reímos porque nos pareció cómico el asunto, aunque la verdad no tenía nada de cómico. Son las diez y siete, dije yo. Todavía es temprano, remato. Llegó mi tren, dijo ella. Chao, agregó. Estamos hablando, repicó. Y se fue.

La primera vez que nos vimos fue el lunes. Ella salía de su trabajo y disponía de una hora libre antes de entrar a clase. Fue incómodo. Nos caímos a preguntas y a respuestas en un cafetín medio revoltoso. Interrumpíamos la conversación para sorber de nuestras bebidas. Esos silencios tan incómodos a la larga se olvidan. O eso dice un amigo. Yo no creo que se olviden. Se olvidan otras cosas. Es como el principio de algo. Uno podría ver brotar las primeras ramitas de un germinador y sería casi lo mismo.

Supongo que por los nervios, ese día comencé a hablarle de los corazones deformes y del libro que estaba corrigiendo. Cardiopatías congénitas de un tal Guillermo Anselmi. Le hablé de las fotos de corazones deformes y maltrechos y del asco y las náuseas que me producían. En algún momento comparé a los corazones con pedazos de bofe guisado. Pero como no me entendió muy bien lo que trataba de explicarle. Creo que hasta le pareció de mal gusto.

Después de verla partir, se me quitaron las ganas de irme a casa. Salí de la estación. Di vueltas por la zona y aterricé en una tasquita llamada La Sem. No sé si buena o mala sorpresa pero sorpresa al fin, pues en una mesa hacia una esquina estaban Isa y Willy. Isa me vio y pegó un grito. Como si no hubiera sido suficiente, me hizo señas con los brazos extendidos. Isa gritó:
–Siéntate con nosotros, vale. No te hagas el duro.

Apenas me senté, comenzaron a reírse. Willy le dijo algo al oído y ella aumentó los decibeles de su carcajada. Pedí una chinotto. Ellos pidieron dos cervezas más. Brindamos.

–Con la izquierda para que se repita –dijo Isa.

Willy volvió a decirle algo a Isa en el oído. Me sentí muy incómodo y ya me estaba arrepintiendo de no haberme ido a encerrarme en mi casa.

–Escucha esto –me dice Willy. Su aliento estaba alcoholizado. Un vaho tibio con olor a cloaca me rozó la cara.

Isa relató lo siguiente:
–Hoy fui a almorzar con el jefe, y adivina qué. Me contó que su esposa le pidió el divorcio. Está hecho papelillo el pobre. Buena vaina con la que le salió la mujer. Después de veinte años casados. Imagínate tú, ¿ah? Yo no supe cómo reaccionar cuando se puso a contarme aquello. ¿Quién me manda a aceptarle la invitación? A mí ni la paella me gusta. Con todos esos bichos horribles con patas, antenas y tentáculos. En fin, el jefe me suelta lo de su esposa y yo no tengo idea de cómo seguirle la conversación. Así que me quedo calladita y pongo cara de que lo voy a escuchar con atención a ver qué sigue. Que se desahogue, ¿no? Si es eso lo que quiere, pues bien. Más vale que no. El jefe deja los cubiertos en la mesa y se lleva las manos a la cara. Al cabo de unos segundos entiendo que se está tapando la cara para que no lo vea llorar. Yo le pregunto que si quiere un vaso de agua y él dice que no, pero igualito le pido uno, por no dejar. Porque uno piensa que en esos casos un vaso de agua es algo útil. Bueno, entonces le pregunto que por qué su esposa se quiere divorciar de él, así tan de un día para otro. Y entonces aquí viene lo mejor. Algo que ni me imaginaba me iba a decir. Fíjate. Parece que el jefe es un tipo más bien romántico y normalito. Le gusta conversar, salir al teatro, al cine, a dar un paseo, a cenar; y luego, si la ocasión da para eso, hacerle el amor tiernamente a su esposa. Es un hombre de su casa, tú sabes, un tipo familiar. Bueno, pero lo que es romántico para él, para su esposa es aburrido y achantado. Supuestamente la tipa, desde hace dos años para acá, lo que quiere es tener sexo salvaje. Hacerlo en lugares públicos, en posiciones raras. Con cremas y aceites y con juguetes y cosas así. Hasta una vez le propuso contratar una prostituta entre los dos para hacer un numerito en un hotel. Y el jefe, como no se anotó en nada de lo que a su esposa se le ocurría, no pudo satisfacerla más y ahora la tipa quiere dejarlo. ¿Qué tal?


Willy comenzó a reírse. Emitía una carcajada de bucanero borracho. Isa también se rió. Yo más bien me quedé pensando en el jefe y en su situación. Lo imaginé explicándole a su mujer las razones por las cuales no quería practicarle sexo oral en un ascensor de la Torre Empresarial del Este, o por qué no le emocionba amordazarla y amarrarla en la cama, o por qué no le parecía buena idea untarse el miembro con una crema para entumecerlo y luego penetrarla por el ano. Imaginé a la esposa, fría y decepcionada, hecha una déspota, negándole al hombre con quien ha compartido veinte años de su vida, el derecho de hacerle el amor tiernamente. Más que risa, lo que me dio fue lástima.

Escapé y fui al baño. Oriné. Me lavé las manos y mientras lo hacía me miré al espejo. Sentí rabia. Me acordé de Cardiopatías congénitas y de que me quedaba sólo un día para terminar de corregirlo. Formé un cúmulo de saliva en mi boca. Lo balanceé en mi lengua y lo escupí con furia sobre el rostro de mi reflejo. Le atiné justo en el medio de los ojos. El gargajo se estiró y se chorreó espesamente. Me recorrió la nariz, la boca, el cuello, el pecho.

Cuando volví al campo de batalla, Willy estaba pagando la cuenta. Me sentí aliviado.

Isa y Willy se fueron en taxi. Yo decidí caminar hasta la estación del Metro, aunque sabía que había cerrado hace una hora. Cuando estaba cruzando el puente pensé en Sleepy Hollow de Washington Irving. Me sentí como Ichabod Crane, justo cuando va a atravesar el puente maldito después del anochecer. A mí, en vez de un jinete sin cabeza, me salió un malandro sucio que me dijo varón. Me ofreció un apretón de manos el cual esquivé. Me dijo que lo salvara. La frase me pareció irónica. Salvarlo yo a él. Le respondí que tenía el pasaje contadito. No me compró la historia y me mostró una pistola automática enfundada en la cintura del pantalón. Prometió “volarme el coco” si me ponía Popy. Insistí en que no tenía dinero. Me advirtió que no me alzara, que ya estaba oliendo a muerto. Te tiro al Guaire y no ha pasado nada, agregó. Le dije que me iba a tener que pegar los benditos tiros esos, porque estaba limpio. Caí en cuenta de que estaba cometiendo una soberana locura y ya me veía con un disparo en la cabeza por bocón. Seguí caminando y traté de zafarme del malandro, que se quedó atrás algo confundido. Me vio alejarme y aseguró cobrarse luego lo que le debía.


Agarré un taxi. El conductor tenía puesto un disco de Roberto Carlos. La letra de “Amada amante” me tranquilizó. Me sentía un tipo temerario. Concluí que el malandro estaba más asustado que yo, y que para ser francos, yo no sentí miedo en ningún momento.

-(1984) Miguel Hidalgo Prince

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