3 abr 2008

Hijos de Navarro


Tengo seis hijos.

Dos hembras y cuatro varones.

El primero es gordo. Se está quedando calvo. Ha incursionado en tres cuerpos policiales capitalinos, de los cuales ha sido expulsado de los tres por mala conducta. Tuvo fama de seductor hasta los dieciocho años. Desde los diecinueve a la actualidad, su fama ha sido de sádico. Ha piropeado a la población femenina por una década usando las variantes más obscenas del halago. A los veinte, le dio la bienvenida a la madurez afeitándose las piernas, las axilas, la espalda. Quería ser nadador. Su infancia asmática lo mantuvo alejado de los deportes. Lamentablemente, su fiebre por las piscinas duraría tres meses, para darle paso a su obsesión por las motocicletas y las insoportables melodías del rock. En una semana, la ropa de su closet fue purgada. Nada más sobrevivieron los blue jeans con desgarros en las rodillas y candidatos a donaciones a centros de acopio, además de las tres o cuatros franelas negras que tenía. Su cabello, después de la afeitada, no volvió a crecer con la frondosidad de antes. Cuando llamaban a casa, en lugar de preguntar por mi primer hijo, preguntaban por el calvo. Si atendía mi mujer, les contestaba que en esta casa no vivía ningún calvo. Al escucharla responder así en una cena familiar, entendimos lo que significa amor de madre. Luego del vendaval que supuso su período de roquero, hoy queda como vestigio, su motocicleta que atenta contra la contaminación sonora cada vez que es encendida en las mañanas. De vez en cuando lo veo llegar en las madrugadas, estaciona su moto, en la entrada de la letra. Desplaza su Honda por la vereda de Bloque 4 como por un carril. Los vecinos se han quejado de su osadía. E, inclusive, le han reclamado en persona. A lo cual él, mi primer hijo, les dedica una mirada que sólo pudo haber sido curtida en los calabozos de los cuerpos policiales a los que ha pertenecido. Toda la rabia y la frustración encajonada en su iris, calibrada por la ligera disposición de las pestañas y las nacientes patas de gallo. Mi hijo el mayor, ayer, en la cena, nos llegó con una agradable noticia. Consiguió trabajo en un canal de televisión. Hará de policía en las próximas telenovelas del canal. El contrato lo firmó ayer. Las “producciones dramáticas”, como él mismo les dice, llevan por título: Lluvia de amor, Francisca de las nubes, Flor, venganza y deseo; Mañana en el atraco piensa en mí, entre otras. En todos los dramáticos interpretará al mismo personaje. Un luchador contra el crimen. Lo que le negaron en las corrompidas policías caraqueñas gracias a la conchupancia y las roscas, se lo ofrecen con todo el mérito del mundo en la televisión venezolana, donde luchará contra el crimen durante muchos episodios.


La segunda de mis hijas es alta. Pudo haberse dedicado al volleyball, o al baloncesto. El Madariaga siempre estuvo cerca como para que mi segunda hija desarrollara sus cualidades físicas en beneficio de algún deporte. Sinceramente, no sé mucho de ella. Sé que es Libra. Le gusta ir al teatro los viernes con dos amigas. No bebe. No fuma. Su clave bancaria es la fecha de su nacimiento. Lo de ella siempre fueron las enciclopedias. Desde pequeña mostró su interés por los adelantos científicos, por la Historia, por los egipcios, por la biología. Todas estas ansias de conocimiento decantaron en mi segunda hija toda la inseguridad que le correspondía al resto de sus hermanos. Nunca ha terminado ninguna carrera universitaria en la UCV. Y lleva un registro de ocho carreras cursadas hasta entonces. Algo siempre ocurre en sus “Quinto Semestre” que la hace desertar en pleno ecuador de la carrera. Sus calificaciones, según por lo que he sabido, no han sido, de ningún modo, reprochables. Ahora va por Psicología. Antes fueron: Antropología, Biología, Ciencias, Derecho, Educación, Farmacia, Idiomas Modernos, Letras. En ese orden, un orden alfabético. No sé si lo ha planeado. Su caso debe ser único en la UCV.


La tercera de mis hijas es pianista. Si repaso lo que ha sido su biografía hasta ahora, su presente actual era impredecible. Nunca fue muy agraciada. Cuando era apenas una niña de diez, su pelo era desenredable, por lo que peinarla se convertía en una tortura capilar. Sus rodillas tenían una predilección exagerada por la tierra. Siempre estaban sumergidas en aquel universo marrón claro que ofrecía el terreno entre arquería y arquería. Por un tiempo pensé que su madre le había metido en la cabeza a mi pobre niña algunas variantes de promesas al Nazareno. Sus modales en la mesa nunca fueron los más adecuados. Sentarla a ella y al señor Carreño en una cena, podía provocarle un infarto a este último o a reunir todos los esfuerzos para la acreditación inmediata de su Manual como normas legales con cargos por incumplimiento. Con esas actitudes desde niña, poco a poco se fue ganando el apelativo de La tierrúa. Ella, ante peyorativa definición, respondía con: Los voy a agarrar a coñazo y piedra. En sus bolsillos, antes de mencionar la doble amenaza, siempre habían peñones listos para ser arrojados y raspar carne. En este punto de la historia, comenzó la mala fama de nuestros hijos. Mi esposa, que es psicóloga infantil, siempre respondía a las quejas: A los niños hay que dejarlos hacer lo que ellos quieran. Pasaron los años y mi tercera hija creció. Su aspecto, quizá, mejoró un tanto. Su rostro seguía siendo pálido y un trenzado, desde la raíz a las puntas de su cabello, disimulaba su intangibilidad perpetua. Al menos después de los veinte, su maquillaje de polvo y tierra fue sustituido por coloretes. Mi tercera hija tuvo un hijo. Una aventura de ésas. El padre se fugó. Un cobarde. Ella, por su parte, se fue a vivir con un tío en Valencia. Allá conoció a un profesor de música, italiano, un poco mayor para ella, y con una fortuna ahorrada durante años sólo para él y eventualmente para ella. Le enseñó piano a mi tercera hija, y ésta, al año, enseñaba las notas del teclado a niños con Síndrome de Down. Hace poco, descubrió a su marido italiano impartiéndole clases a una jovencita con la cual usaba las mismas técnicas que con mi hija la tercera: El italiano tocaba las caderas de la joven con la misma soltura de cómo lo hacía con el piano. Mi tercera hija, destrozó el Ronisch con piedra y coñazo. Ya está tramitando el divorcio. Regresa la semana que viene.


Mi cuarto hijo es un artista agazapado. Lo he visto con el rabillo del ojo pintar en su cuarto. A él no le gusta hablar mucho del asunto. Su mirada ha sido aniñada desde niño. Nunca se metió en problemas, a excepción de aquella vez que, jugando al escondite, hizo la proeza de subirse a unos de los árboles del terreno. El único en descubrir su guarida, precisamente fui yo. Me asomé a eso de las seis y media, justo cuando empezaba a oscurecer, y vi algo que se movía entre los árboles. Le grité: ¿Cuarto hijo, qué coño haces allí encaramado? Esto pareció asustarlo y estropear su concentración y equilibrio. Mi sexto hijo nos dijo que estaban jugando al escondite en la tarde, pero que a las cuatro y media habían terminado y que a mi cuarto hijo desistieron de buscarlo, pues ya se había terminado todo. Estuvo inconsciente un buen rato. Fue un susto que no se lo deseo a nadie. El brazo derecho fracturado. Y tres costillas rotas. Muchas personas, por menos, hubieran perdido la vida. Mi hijo en tres meses ya era zurdo. A los seis meses, cantaba en el coro de la Santo Domingo Savio. Su voz era la de un ángel. Cuando lo escuché cantar el Ave María por primera vez, empecé a investigar sobre la reencarnación.


Mi quinto hijo nació con un diccionario de groserías debajo de la lengua. Fue, sin duda, uno de los primeros niños de los que se tenga noticia que le contestaba a los adultos. Era algo que no podíamos controlar. Mi mujer, siempre sumisa en la educación de nuestros hijos, nunca se atrevió a darle una reprimenda justificable. En un principio, una palabra abominable salida de la boca de mi quinto hijo, era motivo de risas y celebraciones. Cosas de muchachos, decía mi esposa. Con el tiempo, la situación fue empeorando. Mañana tengo que asistir a la escuela por una citación que me llegó por medio de un compañerito de clases.


Mi sexto hijo es la versión mejorada del quinto. Es el peor de todos, definitivamente, en materia de vocabulario, claro está. Bajo su lengua trajo la segunda edición “actualizada” del diccionario de groserías del quinto. Sus mentiras ya nos tienen cansado a todos. Dice que tiene varias empresas. Desde pequeño demostró habilidad por los negocios. Abandonó los estudios de bachillerato y se dedicó a trabajar. Se puso un nombre artístico y todo: Morocco. Desde siempre, Morocco empleó cantidades industriales de gel para el cabello, que nunca le favorecieron para las fotos tipo carnet que pegaba en los curriculum vitae que repartía de oficina en oficina. Los mechones de cabello solidificados le caían sobre los ojos, dándole un aire de tipo peligroso. Solamente una vez lo aceptaron en un trabajo después de ver su desastroso look, y fue gracias a mi recomendación. Era para un puesto de vigilante en el estacionamiento del Hipódromo de la Rinconada. Allí siempre buscaban a monstruos de feria. Sus empresas son: una línea de mototaxis en El Valle que cuenta con una flota de tres Honda y una híbrido a la que conocen como frankyamahäestein, otra empresa de alquiler de celulares ubicada en Los Símbolos, y un puesto en el mercado de El Cementerio. Pronto se mudará para la Letra D. Contraerá concubinato con su actual novia.


Esos fueron mis seis hijos.

-(11) Mario Morenza

1 comentario:

GEORGIA dijo...

Mario me tienes encantada con tu forma de narrar la sublime ,por grotesca, historia de lo seres sin futuro, de esos que se encuentra uno en cada calle o rincón de estas ciudades desangeladas